Crítica sin spoilers de As bestas de Rodrigo Sorogoyen

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He tenido la suerte de vivir en primicia la premiere de As Bestas, la nueva película de Rodrigo Sorogoyen, que competía en la sección oficial del Almeria Western Film Festival (AWFF). Por eso, os podemos traer en primicia la crítica de As Bestas.

Sorogoyen (junto a su habitual compañera de guion Isabel Peña) confirma que a día de hoy es el cineasta más talentoso e interesante del panorama nacional. Sabe crear atmósferas únicas en las que la tensión se transmite a la butaca a través de diálogos sólidos y planos que parecen deambular por el interior de sus protagonistas.

El murmullo típico de la sala de cine, que barrunta con el compañero sobre lo que deparará la película, se apaga pronto, en los primeros compases de la cinta, en la que observamos una acalorada discusión en una taberna —una suerte de almacén en el que se sirven aguardientes de dudosa procedencia— en la que el ruido de las fichas de dominó va marcando el tempo de unas chispas que amenazan hacer saltar todo por los aires. Cada bocanada a un cigarro, cada pausa para respirar son el único alivio que encontrará el espectador, el cual va comprobando como se va aferrando a los reposabrazos de su asiento con más ahínco del que quiere reconocer.

Las envolventes piezas de Olivier Arson (habitual en las bandas sonoras del director) ayudan a incrementar esa sensación de tensión y thriller que nos acompañará durante todo el visionado. Volviendo a acertar de pleno como ya ocurrió con otros trabajos realizados en El reino o en la serie Antidisturbios.

Como prólogo, unas bellas imágenes en las que Rodrigo Sorogoyen se recrea con espiritualidad visual en la tradición del rito de la captura de caballos para ser rapados y marcados (A Rapa das Bestas de Sabucedo). Una metáfora clara del tema central de la película.

As Bestas Sorogoyen

Porque, sí, As bestas es un western. Contemporáneo, eso sí, en el que los sombreros y los revólveres dejan paso a las azadas y a los chándales de hombres que conectan con la tierra de maneras muy distintas. Sam Pekinpah estaría orgulloso de esta película española en la que la tierra y el polvo solo sirven para enmascarar la crueldad humana y la violencia más extrema, aquella que surge de lo más profundo de cada ser.

El film nos narra una situación cotidiana: una empresa eólica quiere comprar los terrenos a unos vecinos de una aldea de la España vaciada. Todos los vecinos están a favor salvo el último en llegar: un francés que sueña con otorgar a la zona, el esplendor pasado, algo que el espectador solo puede intuir.

No es casualidad que el protagonista, el antagónico, sea un extranjero: en la actualidad asistimos a como el miedo a lo de fuera puede desembocar en una furia desprovista de razón, enaltecida por populismos que buscan acallar al Pueblo.

Distintas formas de afrontar un mismo problema. Los caciques de esa aldea son una pareja de hermanos que tratarán de convencer al resto de parroquianos a través del terror que infunden en sus vecinos.

Un mal terrorífico, por lo reconocible que es para el espectador: situaciones de impotencia, intolerancia o de abusos; un miedo que te hierve hasta paralizarte del todo, sin más salida que la ofrecida por la espera de que esa situación pase pronto.

La pareja de hermanos se siente autorizada para expulsar del cónclave a quien ellos consideren, esgrimiendo —como tantas veces— el único argumento de la procedencia y las raíces, como si nacer en un sitio otorgase a una persona algún derecho legítimo sobre la tierra que habita.

Irónicamente, el punto de discordia para esos dos «seres» se personaliza en un expatriado, un francés, que no solo está en contra de mal vender las tierras a una gran corporación, sino que sueña con restaurar las casas que el vacío dejó tras de sí para atraer a futuros habitantes.

Antoine (interpretado por un fantástico Denis Ménochet), el recién llegado a la aldea, luchará contra la imposición y la opresión de los hermanos, también contra esas grandes empresas que creen que pueden comprar los sueños con migajas. Cuando no entiendas el porqué de las cosas, sigue el rastro del dinero…

Un personaje quijotesco que no dudará en enfrentarse con molinos que lo multiplican en tamaño, a veces hasta de forma literal.

Curiosa es la escena en la que el expatriado se acerca a una cima para observar las turbinas de viento, como para entender la naturaleza vil de su enemigo y confirmar que no se enfrenta a gigantes instalados en su imaginación, sino a molinos.

Sus ideas desencadenarán en una situación insostenible, en la cual ninguna de las partes pretende ceder un ápice en sus convicciones o en su naturaleza. De forma cínica, aquellos que se sienten parte misma de la tierra, solo quieren el dinero para abandonar la aldea y huir a la ciudad.

As Bestas Sorogoyen

Pero, Sorogoyen realiza en As bestas un ejercicio sobre la psicología humana desde una doble perspectiva: la de los hombres y su comportamiento primario a la hora de afrontar los problemas y el de las mujeres, las cuales en la primera parte del metraje deambulan a la sombra del patriarca para después reclamar su reino, eso sí, con acciones heroicas, desprendidas de discursos vacíos o lemas trasnochados.

Tanta violencia muestran las agresiones físicas de los hermanos, como la conversación entre madre e hija, la cual arroja una imagen especular cargada de crítica sobre la comunicación en la familia y los problemas de educación.

Los personajes resultan complejos y profundos. El reparto sublime. Los comportamientos se entienden y se comprenden, casi se empatiza con alguno de ellos, lo que no hace más que acelerar en la mente del espectador el desenlace fatal al que vamos asistir.

El perdón y la compasión, el único rayo de esperanza que aliviará la tensión que nos acompaña durante las más de dos horas de metraje y que, en cierto modo, compone una tímida sonrisa en el público que abandona la sala momentos después de haber roto a aplaudir.

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Tráiler de As Bestas

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